Cuando sorprendido supe que el matrimonio que sentaron a mi lado, tenía ¡57 años de vida como tal!, obtuve enriquecedoras lecciones.
Estábamos los comensales invitados a una boda, en espacioso jardín con vista a un apacible mar iluminado por la Luna y elegantes quinqués.
Pero mi asombro primero fue que la pareja venía de bailar unas cuantas rocanrroleadas una vez que los nuevos consortes iniciaron el tradicional baile nupcial. El hombre tenía 85 años y su mujer 82. Parecían estar en un concurso de baile.
Al verlos de cerca, ninguna muestra de cansancio advertí en sus rostros. ¿Y por qué tenerla? –me increpó la mujer adornada de finas canas y con un semblante fresco, adivinando mi pensamiento- ¿Acaso por ser personas mayores, hemos de cansarnos con cualquier ritmo acelerado?
Nuestra conversación entonces tomó a partir de ahí un tono humorístico que llamaba la atención de los asistentes, pues las carcajadas tanto del esposo como su cónyuge, parecían las de un par de jóvenes desenfrenados.
Pregunté en un momento de la amena charla con ambos, la razón de esa vitalidad contagiante. Y la mujer, aprobada por su marido, expresó:
“Hace tiempo, cuando vimos que se nos venía la vejez, nos propusimos sonreírle a la vida por todo. Ver en cada problema, lo cómico. En cada enfermedad, convertíamos el mal en un aprendizaje divertido. Así vivimos ahora más sanos y felices”.
Aquí radica por tanto el secreto de una vida dichosa: practicando siempre el valor de la sonrisa, del buen humor. ¡Una actitud mental positiva!, en una palabra.
Tales aplicaciones fueron parte incluso de mi salvación de cáncer pancreático –he de confesar, desde el momento en que hasta al personal médico contagié durante mi internación en el Hospital Militar de la Ciudad de México- así como ayudó a la pareja descrita a vivir con calidad y ejemplo su senectud.
Luis Ramírez Reyes
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